domingo, 21 de septiembre de 2008

Miércoles Rojo: crónica de un caos anunciado

Por Manuel Rosales Padilla
TIJUANA.-
La muerte asomó de nuevo tras los muros de la penitenciaría La Mesa, y los rostros llorosos de las madres de los reos, alzando los brazos hacia el cielo imploraban piedad al son de los fusiles que irrumpieron esa quietud azul y más tarde gris por el humo de las granadas y los incendios, testigos de un miércoles bañado en sangre.



A este día ya le había precedido el domingo, cuando después de la visita los internos del penal estatal de la Mesa, en el corazón de Tijuana, explotaron su ira por la muerte de uno de sus compañeros a manos de autoridades, hoy prófugas.
Mientras el cielo ardía la tarde noche del domingo, miles de piedras y balazos entremezclaban sus macabros destinos al compás de gritos, bullas, odios y corajes por las calles de alrededor de la penitenciaría y dentro de la cárcel, en tanto cientos de policías cumplían con la misión de acallar las voces que pedían agua, pan y justicia.
Fueron cuatro muertos, pero eran "balandros". Ninguna voz se apiadó de ellos, pues eran delincuentes y cumplían con un castigo por haber ofendido a la sociedad.
Ladrones, "narcos", secuestradores y asesinos fueron las víctimas, pero a nadie le importó, salvo a sus familiares.
Eso fue el domingo. El miércoles después de mediodía, otros pechos reprimidos volvieron a salir a la azotea de la Peni; esta vez eran mujeres, que pedían lo mismo: agua y pan.
El procurador de los Derechos Humanos ya había dicho: este motín se esperaba debido al comportamiento infrahumano de las autoridades. Y existen posibilidades de que suceda otro, y otro, y... nadie le hizo caso.
Una llorosa madre zarandeaba a un policía a quien parecía preguntarle que por qué, mientras una respuesta no esperada se entretenía en el aire enrarecido, y varios jovenzuelos sucios, flacos probablemente por las drogas y marcados de tatuajes lanzaban desde la calle piedras contra los custodios, en adhesión a los prisioneros que hacían lo mismo.
De repente, una vagoneta de la policía municipal irrumpió a toda velocidad por la calle, lanzándose contra quienes se encontraban en medio de la calle, alcanzando a aventar a uno al aire, un vejete que después de incorporarse constató que sólo tenía raspones en la piel.
La turba, enardecida, se fue en pos del vehículo apedreándolo, a la vez que varios policías pertrechados se preparaban para acometer en contra de los provocadores, y después, el caos.
Disparando balazos a la indignada población de familiares de los reos, la policía se fue tras ellos, gritándole soeces, improperios, y arremetiendo con sus escudos transparentes y a codazos para echarlos más allá de la cuadra, donde como una valla azul marino se apostaron firmes, a punta de golpes y macanazos.
Luego, sobrevino la calma, a las 14:00 horas. Ambulancias cruzaron la ciudad para internarse al penal y sacar a los heridos. 45, dijeron las autoridades. Ningún muerto, en su primera declaración.
Se rindieron. Por fin los atraparon y los sometieron al orden. Varios autobuses penetraron los muros de la parte trasera de la cárcel para sacar a los cabecillas y a muchos más. 202 hombres y 50 mujeres, rumbo a otros penales del estado: El Hongo y Ensenada.
Cuando salían los autobuses, una sonrisa cínica se dibujó en un rostro de cabeza afeitada que se asomó por la ventanilla del camión, como diciendo: "Ahí los dejo, ahí se hacen bolas".
Después de otra declaración, esta vez nocturna para ocultar el rostro de los que mienten, se dijo que no había ningún muerto. Una escasa hora más tarde, la autoridad habló de 19 y las versiones oficiales redujeron al día siguiente la cifra a 17.
Mientras tanto, el penal de La Mesa sigue esperando latente, imperturbable, como un perro de presa atado a una cadena, observador, en tanto la vida continúa en Tijuana y las madres de los reos siguen medrosas, y como plañideras, temen ver aparecer una vez más la muerte detrás de los grises muros...

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